por Diego Rodríguez Reis
Advertencia
“Sé bien que se me va a decir: Pero usted habla del autor, tal como la crítica lo reinventa después, cuando ya le ha llegado la muerte y que de él no queda más que una masa enmarañada de galimatías; entonces se hace necesario poner un cierto orden en todo eso; imaginar un proyecto, una coherencia, una temática que se pide a la conciencia o a la vida de un autor, quizás en efecto un tanto ficticio. Pero esto no impide que haya existido, este autor real, ese hombre que hace irrupción en medio de todas las palabras usadas, proyectando en ellas su genio o su desorden.”
El orden del discurso de Michel Foucault
La cuestión teleológica
¿A quién van dirigidas (si es que van dirigidas a alguien en realidad) las cartas suicidas, esas cartas póstumas de quienes decidieron, y efectivamente lograron, quitarse la vida? ¿A quién se le ocurre escribir un texto cuyo contenido no podrá discutir (y cuya lectura ni siquiera podrá cotejar) con el invisible lector?
La carta suicida es un texto que no espera respuesta, que no admite réplica alguna. En un principio, desde una perspectiva foucaultiana, la carta suicida está planteada desde la impronta fortísima e ineludible del autor único e irrepetible, del autor comprendido como uno de los procedimientos internos de exclusión del discurso, del autor visto como agrupador del discurso, como origen y unidad de sus significantes, como foco (último) de su coherencia.
En otra instancia, acaso más compleja, también podemos ubicar a la carta del suicida en ese grupo (el tercero que plantea Foucault) de procedimientos de control de los discursos, aquellos que determinan las condiciones de su utilización, que imponen a los individuos que los dicen cierto tipo de reglas y, de esa forma, no permiten a todo el mundo el acceso a ellos. Y a su vez, dentro de ese grupo, al específico enrarecimiento del discurso, merced a lo cual no todas las partes del discurso son igualmente accesibles e inteligibles: algunas de ellas se hallan evidentemente protegidas.
En esta segunda instancia, el suicida que ha decidido poner por escrito sus últimas palabras ha escogido un lenguaje enrarecido específicamente, a determinados fines. Esto es, a que ciertas partes del discurso no sean comprensibles a todos por igual. Finalmente, la regla, la razón, la justificación última de ese deliberado enrarecimiento la tiene ese sujeto autor, ya inapelable.
En cualquiera de los casos, tenemos a un sujeto (el suicida) que reúne en sí mismo todo el sentido (unívoco) del discurso que produce, un discurso inapelable, que excluye cualesquier otros posibles significantes.
Siguiendo la clasificación predicada por Umberto Eco entre obras abiertas y cerradas (siendo la obra cerrada la que plantea una sola lectura posible; y la obra abierta, aquélla que permite múltiples lecturas), la carta del suicida es, paradigmáticamente, por antonomasia, una obra cerrada: la obra cerrada.
El suicida (la carta del suicida) nos dice: “La última palabra la tengo yo”.
Historia de dos mil quijotes
En 1774, Johann Wolfgang von Goethe publica una novela epistolar: Las desventuras del joven Werther. El texto constaba de una colección de cartas en las que Werther, un joven artista, relata a su amigo Guillermo los detalles de su pasión por la hermosa Carlota. Charlotte rechaza al enamorado perdido y se casa con otro, circunstancia que más o menos puede llegar a sucederle a cualquier mortal. Pero Werther, el apasionado Werther, el romántico Werther del Sturm und Drang alemán no lo puede soportar. Pide prestadas a Alberto (el marido de Carlota) un par de pistolas y se suicida.
Hasta aquí, el argumento. Ahora, las vicisitudes que generó ese texto.
Al poco tiempo de publicarse la novela, dos mil lectores europeos, dos mil jóvenes enamorados y deprimidos, que leyeron (hasta el hartazgo, hasta la náusea) Las desventuras del joven Werther, se suicidaron en masa, víctimas de lo que se dio en llamar la Werther-Fieber (“fiebre de Werther”). [1]
Ya en 1605, en España, Miguel de Cervantes Saavedra había propuesto a la imaginación de los hombres, al “desocupado lector”, la historia, paródica desde el vamos, de un pequeño burgués al que, de tanto leer novelas de caballerías “se le secó el cerebro” (esto es, que se volvió loco): leyó y creyó literalmente todo lo que había leído en esos libros y decidió convertirse él mismo en caballero andante, y salió por el mundo (o por lo menos, por los caminos de La Mancha) en busca de aventuras propias de un noble caballero. Ahora bien, un siglo y medio más tarde, en Alemania, dos mil desocupados lectores salen a suicidarse al unísono, imitando al personaje de una novela de ficción, en una escena quijotesca múltiple.
Esa novela (ya lo hemos señalado) estaba íntegramente compuesta de cartas. Aun el último capítulo, habiéndose ya perentoriamente suicidado Werther, es una carta de su amigo Guillermo, destinatario original de la correspondencia del fatal protagonista. Pregunta: ¿habrán dejado estos dos mil muchachos tristes europeos, a su vez, sendas cartas de despedida, en las cuales asignaban como uno de los móviles de su suicidio (además del desengaño amoroso, claro está) la lectura del Werther? Más aún: ¿habrán dejado en esas cartas suicidas (textos deliberadamente enrarecidos por sus autores) señales inequívocas, citas, marcas textuales e ineludibles, según las cuales los parientes, los jueces que intervinieron en las causas, atentos, perspicaces lectores, pudieron advertir la influencia inquietante de la obra de Goethe?
En Buenos Aires, en 1944, Borges imaginó famosamente la historia de un novelista francés, Pierre Menard, quien se impone una obra singular, la composición de Don Quijote de La Mancha: “No quería componer otro Quijote lo cual es fácil–, sino el Quijote”. Tampoco se dedicó a la mera copia, línea por línea, del texto original. No: quiso, siendo aún Pierre Menard, en el siglo veinte, componer (palabra por palabra, énfasis por énfasis, silencio por silencio) ese mismo Quijote que Cervantes, siendo Cervantes, compuso a principios del siglo diecisiete. Empresa de antemano impracticable, imposible: “—¿Confesaré —confiesa el narrador borgeano— que suelo imaginar que la terminó y que leo el Quijote —todo el Quijote— como si lo hubiera pensado Menard?”.
Ya el mismo Borges había sentenciado: “Todos los hombres que repiten una línea de Shakespeare, son William Shakespeare”.
Volvamos a nuestros suicidas y a su triste héroe. La última carta de Werther, escrita “después de las once”, lo presenta con el alma serena: deja precisas instrucciones acerca de dónde debe instalarse su sepulcro (a la sombra de dos tilos); pide que se lo entierre con el traje que lleva puesto; prohíbe expresamente que se le revisen los bolsillos, en uno de los cuales lleva un lazo de cinta rosa, regalo de Carlota. Luego de oír las primeras campanadas de las doce de la noche, el joven Werther se suicida.
Ya había dejado escritas estas palabras: “¡Ah! Si por lo menos hubiera tenido la dicha de morir por tí, Carlota, de sacrificarme por tí, perecería lleno de gozo, al saber que procuraba para tu vida dicha y tranquilidad. Pero ¡ay! solo a muy pocos elegidos les es dado derramar su sangre por el objeto de su amor, prestándole con tal sacrificio, nueva y floreciente vida.”
Cuántas de esas probables dos mil cartas suicidas (palabras más, palabras menos) habrán parafraseado, repetido, recreado este mismo texto, estos mismos conceptos, y habrán sido sus autores (ellos también, durante ese instante fugaz) el mismísimo Werther.
Una última imagen: algún día, algún autor escribirá la historia de estos dos mil quijotes, estos dos mil suicidas simultáneos. Y en otro futuro, aún más improbable, otro autor contará a su vez (otra vez) la historia del ídolo que engendró esos suicidios, la de un nuevo, insólito y atemporal joven Werther.
Dejo al desocupado lector imaginando las muchas, heterogéneas, inenarrables consecuencias.
Lugones y Alem, correctores
El 18 de febrero de 1938, en una isla del Tigre, en el recreo El tropezón, se suicidaba el escritor Leopoldo Lugones, ingiriendo una mezcla fatal de whisky y cianuro. Su carta de suicidio decía, textualmente: “Al juez que intervenga: No puedo terminar el libro sobre Roca. ¡Basta! Pido que me sepulten en la tierra, sin cajón y sin ningún tipo de nombre. Prohíbo que se dé mi nombre a ningún sitio público. Nada reprocho a nadie. El único responsable soy yo de todos mis actos.”
Primero, las supuestas causas del suicidio. En una primera instancia, se le adjudicó a la amargura del fracaso de Uriburu, a su decepción por las circunstancias políticas de la década del treinta (la llamada “década infame”). Tiempo después, otra versión, más terrenal, emergió: Leopoldo tenía un romance con una joven estudiante llamada Emilia. La familia Lugones (el primero de todos, su hijo, el comisario Leopoldo Polo Lugones [2]) lo presiona para que rompa esa relación, temerosos de que abandone a su mujer y arruine la reputación de su ilustre apellido. Lugones, acorralado entre el deber y la pasión, se suicida.
Algo más que decir acerca del deber. Luego de dirigirse al eventual juez interviniente, Lugones abre su carta suicida anunciando que no puede terminar su libro sobre Julio Argentino Roca. Esta postrera referencia a una responsabilidad nos remite de inmediato a Sócrates (acaso el más célebre de los suicidas), quien como última indicación recuerda a sus amigos el pago de un gallo que le debía a Asclepio [3]. No es el único paralelismo entre ambos suicidas: ambos eligieron la serena vía del veneno: Lugones con cianuro, Sócrates con la pertinente cicuta.
Después de este drástico y hasta enigmático “¡Basta!”, (enigmático porque la exclamación le queda un tanto grande a la circunstancia de terminar o no tal o cual libro), Lugones dicta las precisiones acerca de su sepultura, tal como lo hiciera Werther, y señala dos prohibiciones: una, la instalación de nombre alguno en su tumba; dos, que algún sitio público lleve su nombre. Y entonces sí, para rematar la carta, sus últimas palabras: “Nada reprocho a nadie. El único responsable soy yo de todos mis actos.”
Lugones, así, efectúa varias clausuras. Primero, clausura drásticamente el lenguaje. Más bien: la institución posterior de su nombre en el lenguaje, precisamente en el lenguaje escrito. No quiere que se inscriba su nombre en una lápida, no quiere que nada lleve su nombre. Además, clausura (quiere clausurar) cualquier otra versión emergente y extraoficial acerca de su suicidio: “La última palabra (la explicación autorizada) la tengo yo”, quiere decir Lugones, exégeta de sí mismo.
Y esa exégesis permanecerá inalterable, más allá de cualquier noticia posterior, más allá de cualquier versión. El suicida ha dejado ya por escrito el texto irrefutable. Ricardo Piglia, en el inquietante texto El último lector, ilumina un sector del problema: “Por eso Kafka es un gran escritor de cartas. Le escribe al otro lo que ha vivido. Escribe para que el otro lea el sentido que la narración ha producido en lo que ya se ha vivido. El otro debe leer la realidad tal cual él la experimenta.”
Ahora, otra versión, aún más reciente, aún más informal. Vicente Battista me apuntó, durante un curso o fuera de programa, que esa carta suicida de Lugones estaba corregida. Corregida por el propio Lugones, corregida aquí y allá, como todo escritor corrige un borrador, instancia previa de la versión definitiva de un texto. Lo cual nos plantea ya la cuestión de la primacía (aun en la hora decisiva) del escritor sobre el hombre, cosa que la carta ya venía anunciando desde sus inicios, recordemos la referencia al fallido libro sobre Roca: el escritor profesional Lugones le corrige al redactor informal Lugones su carta de suicidio. Ya no hay tiempo, sin embargo, para versiones ulteriores, donde las correcciones hayan sido invisibilizadas.
Otro célebre suicidio argentino. Leandro Nicéforo Alem, deja varios escritos, antes de suicidarse (de un tiro en la sien) en su carruaje, rumbo al Club del Progreso, el 1 de julio de 1896. Entre sus ropas aparece esta nota: “Perdónenme el mal rato, pero he querido que mi cadáver caiga en manos amigas y no extrañas, en la calle o en cualquier otra parte”. La carta capital de suicidio (hallada en su dormitorio en un sobre con el rótulo “Para publicar”) confiesa, famosamente: “He terminado mi carrera, he concluido mi misión. Para vivir estéril, inútil y deprimido, es preferible morir. ¡Sí, que se rompa, pero que no se doble!”. Y además, deja varias cartas (formales y personales) con muchas y variadas indicaciones. Lo que nos atañe directamente en este caso es que varias de esas cartas tenían la fecha corregida, ya que la fecha original correspondía a un mes antes. Es decir, Alem ya tenía en mente suicidarse desde hacía un mes y tenía ya redactadas las diversas versiones, explicaciones, prescripciones pormenorizadas del caso. He aquí el reverso casi exacto del caso de Lugones: aquí el Alem hombre le corrige la fecha al Alem escritor, treinta días después.
Bordeando, alumbrando el sentido de esta doble escena, Borges citó, en varias oportunidades, a Alfonso Reyes, quien le había dicho: “Publicamos para no pasarnos la vida corrigiendo los borradores”. [4]
Leopoldo Lugones y Leandro N. Alem emergen así, como los urgentes y definitivos arquetipos del destino de todo escritor, de cualquier escritor. escribir y corregir; corregir constantemente, hasta el último momento, lo escrito; escribir, corregir y publicar, antes de que nos alcance la muerte.
Barthes contraataca
La literatura consta de íntimas, misteriosas colaboraciones: fuentes de inspiración, comentarios, citas, notas al pie de página, ensayos, estudios, relecturas: “Toda lectura implica una colaboración y casi una complicidad”, escribió en un famoso prólogo Borges. Pero, ¿qué colaboración supone la carta suicida, qué colaboración espera (si es que espera algo) de la lectura posterior, póstuma? Si el suicida es un actor solitario, entonces están rigurosamente excluidas las colaboraciones, las complicidades: él (y solo él) tiene la palabra, la última palabra.
“Todo participante de una escena sueña con tener la última palabra”, dice Barthes (estamos transitando terrenos íntimamente barthesianos) en Fragmentos de un discurso amoroso: “Hablar el último, concluir, es dar sentido a todo lo que se ha dicho, es dominar por completo el sentido; en el espacio de la palabra lo que viene al último ocupa un lugar soberano, reservado. Todo combate de lenguaje se dirige a la posesión de ese lugar; mediante la última palabra voy a desorganizar, a liquidar al adversario, voy a infringirle una herida (narcisista) mortal, voy a reducirlo al silencio, voy a castrarlo de toda palabra”.
“¿Qué es un héroe?”, se pregunta Barthes, e inmediatamente se responde: “Aquel que tiene la última réplica. ¿Se ha visto alguna vez héroe que no hable antes de morir? Renunciar a la última réplica (rechazar la escena) revela pues una moral antiheroica”.
Si rechazar la posibilidad (el don, la gracia) de decir esas últimas palabras es una conducta antiheroica, ¿qué mayor héroe que aquel que ya no las profiere (apenas), sino que las deja (definitivas) por escrito? Más aún: quien pronuncia sus últimas palabras se arriesga a la posibilidad de una réplica subsecuente, lo cual haría perder a esas palabras su condición de definitivas; quien las deja por escrito, heroicamente (siguiendo la línea barthesiana) no deja lugar a dudas, no da derecho a réplicas. Como le dice Aquiles (el héroe de héroes) a Héctor antes de la batalla final, cuando este le pide celebrar un pacto: “No hay juramentos leales entre hombres y leones, y tampoco existe concordia entre los lobos y los corderos, porque son enemigos naturales unos de otros”.
Para Barthes, ya la carta (y en particular la carta de amor) es una figura que posee una dialéctica vacía (codificada) y expresiva (cargada de ganas de significar el deseo): “¿Por qué he recurrido de nuevo a la escritura? / No hace falta, querida, plantear situación tan clara, / porque, en verdad, no tengo nada que decirte; / tus queridas manos, de todos modos, recibirán esta esquela”, cita Barthes a Freud, que a su vez cita a Goethe.
Más lejana, de lectura más diferida aún en el tiempo, en todas las dimensiones posibles, es la carta de amor suicida, de la cual parecen perfectamente arrancadas las últimas palabras doblemente citadas: “tus queridas manos, de todos modos, recibirán esta esquela”. Quieras o no, amor mío, depositaria de mi malogrado amor y de mis desatinadas expectativas, ya vacías de sentido e imposibles de replicar.
Sigue Barthes: “Como deseo, la carta de amor espera su respuesta, obliga implícitamente al otro a responder, a falta de lo cual su imagen se altera, se vuelve otra”. Contracara exacta de esta figura es la carta de amor suicida, que ya no espera respuesta alguna. Es, en sí misma, pregunta y respuesta, la imagen frente al espejo y su propio reflejo en el mismo acto. Ya no hay (no habrá) reciprocidad alguna posible, ya no más intercambios de promesas ni de signos. Allí, en ese terreno refulge la heroicidad del escritor suicida: “Saber que no se escribe para el otro, saber que esas cosas que voy a escribir no me harán jamás amar por quien amo, saber que a escritura no compensa nada, no sublima nada, que es precisamente ahí donde estás: tal es el comienzo de la escritura”.
Ya lo sentenció para siempre y para todos Cesare Pavese, otro miembro del club de los suicidas ilustres, en su diario: “La única regla heroica es estar solo, solo, solo…”
Una última digresión
El escritor de la carta suicida (contra toda evidencia) escribe solo para sí mismo. Aún más: es el único que tiene derecho a proclamarse escritor puro, es el único ser que ha escrito en ese terreno en el cual la escritura no compensa nada ni sublima nada. Ya no hay búsqueda en él, no hay una teleología de la escritura en ese acto: cifra sus últimas palabras y no espera ninguna respuesta.
Lo cual es, al fin y al cabo, la negación misma del circuito de la comunicación. La carta del suicida erosiona, falsea, rompe ese circuito, conspira contra toda dialéctica, contra el sistema, el fluir del discurso choca contra su ilógica interna. La carta del suicida es un comentario, una nota al pie de página, una digresión al relato universal.
De esa digresión emerge, eternamente insondable, Bartleby, el escribiente del famoso relato de Melville. Bartleby ingresa como copista en las oficinas de un abogado de Wall Street, y progresivamente comienza a rechazar encargos, dando como única respuesta su celebérrima frase inobjetable: “Preferiría no hacerlo”. Finalmente, deja de trabajar, hasta de moverse: el abogado debe trasladar su estudio para poder deshacerse del fallido escribiente. El comportamiento de Bartleby lo hace terminar en la cárcel, hasta donde llega el abogado, para poder arrancarle otras palabras que no sean su consabido leit motiv. No lo consigue: Bartleby se llevará a la tumba su secreto.
Ya iniciada la recta final del relato, el narrador de Melville propone una versión (una explicación) del comportamiento de su ex-copista: “Que Bartleby había sido empleado subalterno en la Oficina de Cartas Muertas”, de Washington”. El lugar denominado Oficina de Cartas Muertas (Dead Letter Office) es la dependencia a la cual van a parar todas aquellas cartas que no poseen destinatarios localizables y que tampoco pueden ya retornar (generalmente, por deceso) a sus remitentes. “¡Cartas muertas!, ¿no se parece a hombres muertos?”, se espanta el narrador, iluminando bruscamente la sinécdoque (la misma que habita el concepto de cartas suicidas).
Quisiera recorrer ampliamente este último párrafo: “Concebid un hombre por naturaleza y por desdicha propenso a una pálida desesperanza. ¿Qué ejercicio puede aumentar esa desesperanza como el de manejar continuamente esas cartas muertas y clasificarlas para las llamas? Pues a carradas las queman todos los años. A veces, el pálido funcionario saca de los dobleces del papel un anillo —el dedo que iba destinado tal vez ya se corrompe en la tumba—; un billete de banco remitido en urgente caridad a quien ya no come, ni puede ya sentir hambre; perdón para quienes murieron desesperados; esperanza para los que murieron sin esperanza; buenas noticias para quienes murieron sofocados por insoportables calamidades. Con mensajes de vida, estas cartas se apresuran hacia la muerte.”
Otras dudas, acaso más temibles, nos invaden: ¿se habrá asomado Bartleby al abismo de la lectura de esas cartas muertas?, ¿y cuántas de esas cartas no serían acaso cartas muertas suicidas, las últimas palabras de un hombre, testimonio póstumo de su existencia, escritas para todos y para nadie?
Bartleby, después de atravesar ese infierno, de asomarse al horror terrible y cotidiano (¿semejante tal vez a aquel “¡Ah, el horror! ¡El horror!” de las últimas palabras del coronel Kurtz de Conrad?) se inmoviliza y es despedido. Se resigna entonces al triste trabajo de copista. “El copista como héroe literario”, dice Piglia en El último lector: otra vez la figura del héroe, de quien se sacrifica por todos. Bartleby no escribe nada propio, solo se aviene a copiar las palabras de otros. Se disfraza un tiempo de amanuense y repite, una y otra vez (sin escribirlas) las que serán acaso sus últimas palabras: “Preferiría no hacerlo”.
¿No hacer qué? Escribir eso suyo propio, acaso sus últimas palabras. Después de lo cual solo restaría ese tan temido gesto final.
Notas
[1]. La “fiebre de Werther” preocupó hondamente al mundo literario de la época en particular y a las autoridades en general. Un autor, paisano de Goethe, Friedrich Nicolai, decidió escribir un final alternativo para la novela, que intuyó más agradable y menos chocante para los lectores. Le puso el ocurrente título de Las alegrías del joven Werther (Die Freuden des jungen Werther). En esa obra alternativa, Alberto, adivinando las intenciones de nuestro héroe, llena las pistolas con sangre de pollo, evitando su suicidio, y luego le cede amablemente a su esposa Carlota. Goethe deploró esa versión y a su autor, y construyó contra Nicolai una enemistad que duraría el resto de sus vidas.
Roland Barthes recuerda: “Un lord, después un obispo, reprocharon a Goethe la epidemia de suicidios provocados por Werther. A lo que Goethe respondió en términos propiamente económicos: —Vuestro sistema comercial ha hecho por cierto miles de víctimas, ¿por qué no tolerarle algunas a Werther? (Fragmentos de un discurso amoroso, “La exuberancia”).
[2]. El comisario Leopoldo Polo Lugones (tristemente célebre por ser el precursor en el uso de la picana eléctrica en los interrogatorios policiales) se suicidó en 1971. Uno de sus nietos, Alejandro, se suicidó también, también en el Tigre. Sobre otras sagas suicidas, el curioso lector puede indagar sobre los destinos de Horacio Quiroga, de Mark Twain.
[3]. Otra versión, menos pedestre y más alegórica, quiere que Sócrates solicita que se sacrifique un gallo en honor a Asclepio, dios de la medicina, por estar pronto a curarse de la más terrible de las enfermedades: la vida.
[4]. Una extensa cita sobre el Borges suicida: “Creo que el suicidio es un derecho de todo hombre. Recuerdo a Leopoldo Lugones; cuando se suicidó, dijo: «Dueño el hombre de su vida, lo es también de su muerte». En alguna oportunidad pensé en suicidarme; porque me sentía muy desdichado, más desdichado que de costumbre, pensé tomar esa decisión; pero luego pensé que, con haber tomado la decisión, con haber tenido la idea, ya era suficiente, no tenía por qué suicidarme. Recuerdo que hasta pensé en adquirir una navaja de acero de Inglaterra o de Suecia, y aplicármela en la garganta, aunque podía ser en el pulso, pero tal vez esto hubiera sido molesto, más efectivo parece el cianuro. Dicen que Lugones cuando lo tomó no tuvo tiempo de retornar el vaso a la mesa; al vaso se lo encontró caído… Parece que el cianuro produce un incendio, un incendio instantáneo dentro de uno… Hace bastante tiempo que deseché la idea del suicidio; yo creo que, desde que perdí la vista, me interesó tanto haber perdido la vista que… me interesó menos la idea de perder la vida”, confiesa, borgeanamente, Borges, y luego sentencia: “Antes de mi ceguera pensé muchas veces suicidarme, pero siempre me reservé ese consuelo para más adelante y ahora ya es un poco tarde; yo creo que ya no necesito suicidarme… tengo demasiados años: en cualquier momento el tiempo me suicida” (Esteban Peicovich, Borges, el palabrista).
Bibliografía
Barthes, Roland, Fragmentos de un discurso amoroso, Buenos Aires, Siglo XXI Editores Argentina, 2002.
Borges, Jorge Luis, Ficciones, En Obras completas, Buenos Aires, Emecé Editores, 1974
————————– Para las seis cuerdas, En Obras completas, Buenos Aires, Emecé Editores, 1974.
Borges, Jorge Luis; Ferrari, Osvaldo, En diálogo/ 1 (edición definitiva), Buenos Aires, Siglo XXI, 2005.
Cervantes Saavedra, Miguel de, El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha, (estudio introductorio de Domingo Ródenas, edición y notas de Alberto Sánchez), Madrid, Editorial Gredos, 2015.
Conrad, Joseph, El corazón de las tinieblas, Buenos Aires, Grupo Editor Altamira, 1999.
Eco, Umberto, Obra abierta, Barcelona, Editorial Planeta – De Agostini, 1992.
Foucault, Michel, El orden del discurso, Madrid, Ediciones Endymión, 1996.
Goethe, Johann Wolfgang von, Werther, (versión castellana de Francisco Rojas Peña), Buenos Aires, Librería Hachette, 1941.
Melville, Herman, Bartleby, el escribiente. En Benito Cereno, Billy Budd, marinero, Bartleby, el escribiente, Buenos Aires, Hyspamérica Ediciones Argentina, 1985. Traducción y prólogo de Jorge Luis Borges.
Merkin, Marta, Los Lugones. Una tragedia argentina, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2004.
Montaldo, Graciela, et. al., Historia social de la literatura argentina, Tomo VII, Yrigoyen, entre Borges y Arlt (1916–1930) (director: David Viñas), Buenos Aires, Editorial Contrapunto, 1989.
Pavese, Cesare, El oficio de vivir, Barcelona, Editorial Seix Barral, 1992.
Peicovich, Esteban, Borges, el palabrista, Buenos Aires, Letra Viva, 1980.
Piglia, Ricardo, El último lector, Barcelona, Editorial Anagrama, 2005.
Yunque, Álvaro, Alem, el hombre en la multitud, Buenos Aires, Ediciones Beibel, 1945.
Imagen destacada : De las ilustraciones para el Werther, por Antoine (Tony) Johannot: aguafuerte (grabado en metal) de 1844.